Quietud
Quietud y silencio. Eso es lo único que puedo sentir desde dos días después de morirme. El ataúd que me hace de crisálida es de madera de la buena a pesar de que yo no tenía un duro para pagarlo y menos dinero incluso posee mi madre. Lo pagó mi padre, un millonario con como mínimo unos trescientos bastardos y medio a los que nunca presta atención, él solo sirvió para darme un lugar cómodo en el que descansar y para derramar un par de lágrimas falsas en mi entierro.
¿Que de qué me he muerto? Pues de esas cosas que a uno le pasan en la vida. No tengo muy claro si fue el alcohol, el tabaco, el estrés o el hecho de que me resbalé en el baño y me di con toda la nuca en la esquina de la bañera. A lo mejor todas tuvieron su parte. Fuera lo que fuera, se supone que ahora voy a alcanzar una abrumadora paz y la calma eterna.
He de decir que, la verdad, el cementerio no está tan mal, pero tampoco es como para que prometan la mayor serenidad de la historia. Es más bien un vacío. Un vacío repleto de muchas cosas, por muy contradictorio que pueda parecer, como el ondular de los gusanos en la tierra o los gritos de los niños que acompañan a sus padres a velar a alguien.
A pesar de estar enterrado a unos cuantos metros bajo tierra, el vello se me eriza todos los días durante el galicinio y yo agudizo el oído para poder escuchar el sisear de la brisa. Con una maligna sonrisa espero en este remanso sin mediar palabra, no porque no pueda, sino porque no me apetece.
Mi ataúd es acogedor, gracias papá, la crisálida perfecta. Perfecta por el momento. Porque mañana nos levantaremos.
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