El desastre de San Francisco
Lambiel se bajó del coche, en un primer momento había considerado que era la opción más rápida para llegar a donde pretendía; no obstante, bien podría haber empezado su viaje en caballo o en bicicleta, que le habría llevado el mismo tiempo. Había pecado de inocente y había tenido demasiadas esperanzas en el camino.
Hacía varios días que la gente huía despavorida de
la zona, el puente que conectaba con la vieja península de San Francisco era
intransitable desde hacía ya bastante. Toda la población se había lanzado a la
carretera para salir de allí lo antes posible y, por mucho que él fuese en
dirección contraria, los carriles de ambos sentidos se habían visto inundados
de vehículos que se dirigían lo más lejos posible de allí.
Lambiel dejó atrás su coche, ignorando los insultos
de quiénes le gritaban por haber obstaculizado el paso, como si hubiesen sido
capaces de avanzar un solo metro antes de que él llegase allí para crear un
embotellamiento. No, el atasco ya existía desde hacía mucho.
Se subió la cremallera de su chaqueta de cuero,
hacía demasiado calor para ello, pero le daba una vaga sensación de protección
que le hacía falta en ese momento. Del maletero sacó la ballesta con la que
entrenaba desde su adolescencia, su familia había augurado que aquel día
llegaría. No se molestó en echar el seguro, el vehículo no estaría allí cuando
volviera.
Un dolor punzante en la sien comenzó a acosarlo una
vez hubo recorrido la mitad del descolorido Golden Gate. Se acercaba a la zona
cero de la catástrofe y su cuerpo reaccionaba sin remedio alguno. Una mariposa
pasó volando junto a su oreja antes de caer muerta delante de sus pies, no bajó
el ritmo y la pisó en el proceso sin demostrar ningún tipo de emoción.
Alguien había abierto el portal a un mundo oscuro
que se había desterrado de aquella tierra hacía siglos y tenía una idea
bastante precisa de quién podría haberlo conseguido. Según se acercaba a la
mancha borgoña que formaba un círculo convulso en el firmamento, los colores
del resto del mundo se fueron destiñendo como si se tratasen de acuarelas con más
agua de la que debería usarse para pintar con ellas.
A unas dos manzanas del desastre, giró a la izquierda
y reventó a patadas la puerta de cristal que hacía de entrada de un bloque de
apartamentos. Se sorprendió gratamente al ver que el ascensor todavía
funcionaba y se metió en él sin pensárselo dos veces. La musiquita que sonaba
por los altavoces se había quedado atascada en las mismas tres notas, que
sonaban en bucle y aumentaban las punzadas en su sien.
Las puertas se abrieron dando paso al décimo piso y Lambiel
suspiró de alivio. La puerta que buscaba en aquel pasillo estaba entreabierta,
lo que le ahorraba esfuerzos. El apartamento en el que se había adentrado era la
viva imagen de la devastación, jamás lo había visto así antes, pero tampoco
esperaba encontrarse otra cosa. Unos volúmenes sobre magias antiguas y artes
oscuras estaban esparcidos por todo el salón sin orden ni concierto; al lado de
todo aquel fárrago, un narciso se marchitaba pétalo a pétalo. Detrás de él
estaba el sofá, del que colgaba un brazo que se había deslizado fuera de la
manta que lo cubría.
—Ay, hermanita —comenzó, a pesar de que la joven
estaba muerta y no le contestaría—, siempre supimos que serías tú la oveja
negra de la familia.
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