Renacer (II)

La noche cayó sin que nadie pudiera evitarlo y de igual forma se deslizó la serpiente de tela por los pasillos del palacio. No quedaba nadie despierto salvo algunos sirvientes que se afanaban en la cocina, pero ellos no tendrían forma de interferir en los planes de Ribara. Un descuido por parte de Cirania la había dejado libre para campar a sus anchas. Como bien le había dicho a la princesa, atrapar un fantasma era una tarea complicada, mucho más si querías mantenerlo a tu servicio; por lo que haberle dado un cuerpo sin llevar a cabo el ritual necesario le había dado autonomía para hacer lo que ella ansiaba hacer desde hacía tiempo.

Mientras discurría por la plaqueta helada —aunque no llegase a notar aquella frialdad— echó de menos el par de piernas que había tenido en otra vida y también tirarse de las trenzas, que tanto la habían caracterizado, ahora que estaba ansiosa por lo que iba a lograr tras muchos años de espera. Extrañaba el sentido del olfato y el sabor de sus galletas favoritas, pero tendría que conformarse con la satisfacción de comprobar que, a pesar de todos los años que llevaba muerta y encerrada en el sótano, ninguna de las estancias que le interesaban había cambiado de utilidad.

Los dormitorios de los reyes seguían en el mismo lugar, así como el de la heredera. Sin embargo, Ribara fue descubriendo este hecho por partes según discurría de cama en cama, ciñéndose alrededor de cuellos que cambiaban de color a medida que ella apretaba cada vez más. Una venganza cocida a fuego lento durante generaciones era más efectiva que lo que Cirania había intentado hacer. Librarte de tu hermana mayor —y heredera del trono— sin aprenderte los conjuros adecuados no es tan efectivo como asesinar a todos los descendientes vivos de aquellos que te han castigado tras meditarlo durante siglos. Casi sintió algo de pena cuando el último aliento de la hija más joven se le perdió entre los labios.

Su última víctima fue Seda —a quien su hermana había envidiado tanto en los últimos años— y en el momento en el que su corazón dejaba de latir, las polillas salieron por las costuras y se deslizaron entre sus párpados, perdidas por fin en un cuerpo distinto al suyo, pero que le venía incluso mejor para sus propósitos.

La madrugada llegó pronto. Ribara se sentó en el trono pocas horas después.

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