Un asunto de riñas familiares
Lo habían mandado a rellenar los papeles de la denuncia y odiaba aquella tarea. Acababa de cumplir dieciocho años y ya había dejado su firma cinco veces en el banco y otras cuatro en cosas de la universidad. Convertirse en adulto se le estaba quedando grande, odiaba las responsabilidades que venían con la mayoría de edad cuando todavía su cerebro ni siquiera había asumido del todo la información del instituto (¿cuál de todos era el triángulo acutángulo?). Tampoco pasar la aspiradora se había convertido para él en una necesidad o un pequeño placer al final de la semana.
Los papeles de la denuncia, en eso estábamos. Todo aquello venía de una vieja riña familiar en la que cualquiera aprovechaba cualquier tontería para ponerse un paso por delante de otro. En esa ocasión, sus padres habían aprovechado que un viejo reloj de plata (herencia desde hacía muchos más años de los que nadie podía recordar) se había roto para llevar la disputa al siguiente nivel.
La situación había sido la siguiente: su tía Felicia había pasado a saludar durante un viaje de negocios. Hay que aclarar que ella se encontraba en uno de los puestos más altos en la lista negra. A pesar de su condición de persona más odiada, la habían recibido en casa con un abrazo, un beso en cada mejilla y la esperanza de que siguiera su travesía cuanto antes. El problema es que se había llevado también a su perro, del cual no se separaba nunca, y más rápido que pronto y sin que nadie supiera cómo el reloj acabó tirado sobre el suelo, hecho pedazos.
Entonces en la cabeza de sus padres había brillado una sola palabra como si se tratase del cartel luminiscente de un pub de mala muerte en la zona nueva de la ciudad: órdago. Sí, sus padres eran grandes entusiastas de las cartas y, cuando se trataba de disputas familiares, les gustaba apostarlo al todo o nada.
Por todo eso ahora le tocaba a él caminar media hora hasta la comisaría, porque sus padres eran grandes fanáticos del conflicto, pero tenían muchas responsabilidades como para ocuparse ellos mismos de solucionarlo. Resopló cada cuatro pasos hasta que las puertas correderas se abrieron con su llegada. La décima firma de su adultez se la dedicaba a su tía, a su maldito perro y al dichoso reloj de plata de valor inconmensurable.
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