La dulce venganza
Estaba harta, su trabajo de fin de máster le estaba consumiendo la vida con la rapidez de un pestañeo y a la vez con una parsimonia casi inaudita. Debería haber elegido otro tema, estudiar los distintos felinos del planeta, entonces podría centrarse en morirse de aburrimiento observando a su gato Sir Bigotes III. ¿Hablarían todos los gatos el mismo idioma? ¿Tenían acentos? ¿Era lo mismo un ‘miau’ que un ‘meow’ o los gatos británicos serían mucho más estirados que los españoles? No tenía claro que ninguno de esos desvaríos le fuese a dar más frutos como investigación, lo único que sabía a ciencia cierta era que en la asignación aleatoria le había tocado una de las peores ramas de la entomología y no podía con ella. Más le valía rezar para que el trabajo se hiciera solo.
Salió de su habitación con paso apurado, bajar a la cocina a por comida y algo de beber era la excusa perfecta para alejarse de aquellos archivos y documentos que la estaban volviendo loca, ¿acaso los autores de aquellos archivos no sabían ser concisos?
Su madre había dejado sobre la mesa un bol de macedonia del que sacó un par de cucharadas, echándoselas en una taza para subir a su habitación y comer algo sano mientras veía un par de vídeos en YouTube. Escudriñó el recipiente con los ojos entornados antes de salir de la estancia: manzana, chirimoya, cereza y melocotón. No hubiesen estado de más un par de arándanos o frambuesas, pero descubrió que no quedaban cuando abrió el frigorífico y solo encontró un pedazo de queso sobre la tercera balda. Lo que sí que hizo fue espolvorear un montón de canela por encima de la mezcla de fruta y yogur.
Vio por el rabillo del ojo que la cena estaba puesta al horno, era más tarde de lo que creía. Allí, con el bote de especias en una mano y el tazón en la otra se le ocurrió la venganza perfecta para acabar con las tonterías de su hermano pequeño. Ambos eran mayores de edad y seguían comportándose como críos. Con la ayuda de un trapo abrió el horno y deslizó la bandeja hacia fuera unos centímetros, el hotdog de su hermano —como él se empeñaba en llamarlo— era el único que llevaba cebolla frita, así que era fácil de identificar y el puñado de canela que acababa de echar por encima se camuflaba a la perfección. Él la odiaba. Se creería listo como un zorro, pero aquello no lo descubriría antes de cometer el error de pegarle un bocado.
Subió de nuevo las escaleras con una sonrisa en los labios y se pasó una mano por el pelo con orgullo. Se dio cuenta entonces de que encerrarse a trabajar había dejado algunos resultados desagradables sobre su cuerpo. Quizá no le viniera mal darle una visita al champú mientras esperaba a que la cena terminaba de hornearse.
Comentarios
Publicar un comentario