Cuestión de apetito

Hacía tiempo que Gladius no se veía en una situación tan peliaguda como aquella. Llevaba varios días deambulando bajo la lluvia y embarrándose por culpa del lodo. Aquella tormenta se le estaba antojando infinita. Sabía que lo mejor sería buscar un refugio, pero aquel bosque parecía haberlo embrujado y no era capaz de salir de allí. El agua era una terrible molestia, se le acumulaba sobre los ojos, le nublaba la vista y tenía que sacudir la cabeza una y otra vez para deshacerse de ella. Era todo un fastidio. Sin embargo, no había ni un solo pensamiento dentro de él que le obligase —o le aconsejase, al menos— que buscase un lugar bajo el que parapetarse.

Al contrario de lo que la razón y la coherencia podrían haberle indicado —quizá en un universo paralelo—, Gladius se detuvo en el medio de un claro y se acurrucó entre un puñado de margaritas empapadas. Estaba cansado, llevaba mucho tiempo cansado. El sol, ya escondido detrás de las nubes, empezaba a ocultarse también detrás de las montañas. No pasaría nada por echarse una pequeña siesta antes de que fuese noche cerrada. 

Un rayo tiñó el ambiente con su efímero destello de plata y él se despertó a tiempo de sentir el rugido del trueno haciendo temblar la tierra sobre la que se había dormido. Al primer relámpago lo siguió otro y luego otro más y, por fin, el sentido común le hizo correr muy lejos de donde se encontraba. Los troncos de los árboles se materializaban ante él cada vez que uno de aquellos resplandores iluminaba el cielo y los alrededores y él los esquivaba como podía.

Al final, el bosque se abrió para desembocar en el campo más verde que había visto en los últimos meses. En medio del prado se alzaba una cabaña que no calificaría ni como pequeña ni como grande, de su chimenea salía humo y por cada una de sus ventanas se filtraba un olor que le indicaba que quien allí habitaba se afanaba en cocinar un buen guiso. Gladius se acercó y rodeó el edificio con todo el sigilo que pudo reunir, la puerta trasera estaba entreabierta y aprovechó para colarse. Necesitaba resguardarse de la tormenta, pero tampoco se quejaría si tuviese la oportunidad de robar algo de comer, acumulaba el hambre de varios días.

Dobló el recodo del pasillo que llegaba a la cocina y vio a una vieja —muy vieja— lavando unas verduras y poniéndolas a escurrir. No tenía ninguna pinta de que fuese a moverse de allí en mucho tiempo. Siguió su camino hasta que llegó al salón, donde encontró una caja de galletas con el que podría hacerse fácilmente. La boca se le hacía agua. Había conseguido sacar la primera de su envoltorio cuando una mano se deslizó sobre su lomo en una caricia tranquila, él se puso alerta a pesar de las benévolas intenciones.

—Algún día recordaré cerrar la puerta para que no se me cuelen los gatos —dijo la voz temblorosa de la anciana—, mientras tanto puedo llamar al resto para que te hagan compañía. La comida estará lista pronto.

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